jueves, 30 de diciembre de 2010

He aquí, yo y los hijos que Dios me dio

     Su rostro se ha afirmado, sus pasos son lentos pero firmes y seguros. Su corazón está confiado en el Padre. Camina con la cruz en sus hombros teniendo a la muerte delante de él. La sangre y el sudor empapan su cuerpo. Gotas de eterna misericordia corren por su piel y caen en tierra. Pero al contemplar sus ojos, al contemplar las profundidades del infinito amor, vemos a una multitud. Multitud de hombres y mujeres de todas las naciones. Los rostros de aquellos que en la eternidad pasada le fueron dados por el Padre brillan en su mirada. Sonríe y llora al pensar en cada uno de ellos. Pecadores llamados a portar con la más grande de las contradicciones, con la gracia que brillará por siempre y siempre en los horizontes de la eternidad, a la diestra del Padre de la gloria.
                 
     Él muere, y ellos mueren juntamente con él. Su último aliento es el suspiro de miles y miles que en él han estado desde la eternidad pasada. Allí están, muertos y sepultados en un sepulcro nuevo. Miradlos, tres días en las frías, silenciosas y oscuras habitaciones de la muerte. Llorad, llorad y no paréis. Muerto y sepultado, él y aquellos que el Padre le ha dado. El juicio fue dictaminado y la sentencia ejecutada. La ira ha sido derramada y vindicada la demanda. Pero al tercer día Jesucristo se levanta con poder de entre los muertos, y su pueblo se levanta juntamente con él. Camina en victoria muerto una vez y levantado de entre los muertos para nunca más morir. Y allí está su pueblo, saliendo del sepulcro para nunca más ser presa de las fieras garras de la muerte. Resucitados y viviendo una vida indestructible.
                 
     Miradlo ahora, subiendo entre las nubes del cielo. Los ángeles ordenan “¡Levantad o puertas vuestras cabezas, y entrará el Rey de gloria!” Nuestro Señor entra por las puertas eternas para sentarse a la diestra del Padre con poder. Pero mirad, ¡mirad!, allí entra una gran multitud de redimidos. Hombres y mujeres que entran con él por las puertas eternas. Él entra a la cabeza, con lágrimas de alegría y gran júbilo. Entona canciones de amor y de victoria. Su pueblo se ha sentado juntamente con él en los lugares celestiales. Allí estamos, sentados con el Rey de la gloria por siempre y siempre. Allí está Jesús, delante del Padre, diciendo: “He aquí, yo y los hijos que Dios me dio”.         

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